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La legislación espacial española, a partir de la segunda mitad del siglo XX, ha concebido los planes generales de ordenación como una anticipación deseable del desarrollo de lo urbano en las distintas circunscripciones municipales.
El plan establecería un diagnóstico y unos objetivos para decidir la mejor opción en la disposición de las nuevas áreas residenciales y económicas sobre la base de un análisis previo de las distintas componentes que pueden tener una influencia en el crecimiento de las ciudades (geográficas, económicas, sociodemográficas, etc.). Junto a lo anterior, ese instrumento urbanístico definiría también los elementos que garanticen una funcionalidad y estructura adecuada al conjunto, nuevas carreteras, dotaciones colectivas, etc.; además aportaría una definición básica de las condiciones de uso y aprovechamiento de las distintas superficies ordenadas.
El plan falla en la anticipación futura de los desarrollos y además también fracasa como instrumento de ordenación, concebido colateralmente para asignar nuevos aprovechamientos urbanísticos. Por todo ello, el sistema urbanístico español ha degenerado con el tiempo en un fangal de corruptelas y arbitrariedades que lastran muy negativamente el futuro territorial de este país.
Lo que es peor, en el curso de los años en España, el urbanismo y los instrumentos asociados han ido abandonando paulatinamente la componente planificadora para convertirse casi exclusivamente en mecanismos para la asignación de nuevos usos y aprovechamientos a determinadas piezas de suelo seleccionadas de una manera irracional y aleatoria. Este proceso de asignación administrativa de aprovechamiento supone una fuente de enriquecimiento notable sin apenas costes de producción.
Revalorizaciones que se concretan en una excesiva plusvalía urbanística generada prácticamente desde la nada. Una suerte de piedra filosofal contemporánea que es buscada con ahínco por los propietarios monopolistas de suelo y sus colaboradores necesarios. Aquí, como en otros muchos lugares, la mera clasificación de una superficie de suelo como urbana o urbanizable supone la generación de ingentes rentas; un hecho que está en el fundamento de la atrayente especulación inmobiliaria con el territorio.
Es este un mecanismo espurio al socaire del crecimiento de las ciudades -que son fruto del esfuerzo colectivo- pero en base al cual los operadores privados tratan de apropiarse denodadamente de esa nueva riqueza, teniendo como consecuencias colaterales innumerables fraudes técnicos y administrativos, también apoyados políticamente en muchos casos. La especulación sobre el suelo no es una situación nueva, pero a la que más de doscientos años de experiencia urbanística no ha logrado establecer un control adecuado.
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-de Federico García Barba (Islas y Territorio)
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